Lollapalooza: la fiesta de la música

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Unos días después de que terminara el festival Lollapalooza en Chicago, miles ya piensan en la próxima parada: Santiago de Chile.

Viajar a otra ciudad para asistir a un festival de música siempre estuvo en mi lista de cosas por hacer, pero pasados los treinta pensé que ya se me había ido el tren. Así que cuando un grupo de amigos se organizó para ir a Chicago y disfrutar del famoso Lollapalooza, vi el cielo abierto para descubrir en carne propia cómo se viven tres días seguidos rodeados de la mejor música. Si el anfitrión es Chicago, una de las ciudades más atractivas de Estados Unidos, el plan alcanza la perfección. Hice maletas, embarqué y me contagié del banquete de notas musicales.

¿Pero qué tiene este festival que causa furor y enloquece a sus seguidores? Para empezar es un festival consagrado, que después de unos años de crisis, se asentó en un entorno ideal para convertirlo en el referente que es hoy. Todo empezó después de que la banda de Los Ángeles, Jane’s Addiction, decidiera separarse tras seis años de pasear su rock alternativo por el mundo. Perry Farrell, su fundador y líder, se imaginó una despedida a lo grande: un festival donde varias bandas tocaran en vivo, incluido un último concierto de Jane’s Addiction. Así nació en 1991, Lollapalooza, que después de varias sedes repartidas por el país vecino encontró en Chicago el lugar idóneo para citar a miles de fanáticos del rock, el punk y la música indie. Y la fórmula resulta tan amortizable que ya se ha implantado en Santiago de Chile y Sao Paolo, y se espera que Tel Aviv sea la siguiente en sumarse a esta aventura.

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Ilustración de Dustin Glick

Chicago vive este festival con trajín y algarabía. Desde el aeropuerto ya se ve llegar la marea de jóvenes cuyo look y actitud los delata inevitablemente (ellas: sandalias, trenzas y flores, lentes de sol grandes, vestidos veraniegos de colores y pantalones muy cortos; ellos: mochilas, botas Martens, gorras y sombreros. Sus playeras irán desapareciendo a medida que avancen los días). Todos hablan de música, de sus grupos favoritos, de a quién verán, dónde se alojan y conocidos comunes mientras esperan pasar migración. Los hoteles se convierten en puntos de encuentro casi neurálgicos, y en medio de un gran bullicio los mostradores de recepción hacen malabarismos para lograr registrar en tiempo récord a las miles de personas que en minutos abarrotan los lobbys estos tres días. Especialmente el Congress Plaza se transforma en cuartel general para muchos. Carteles por todas partes, referencias al festival y promociones para visitar otros lugares de la ciudad que no quieren desaprovechar este alud de turistas (recomendable el paseo en barco por el río Chicago, el paseo en bici por la orilla del lago Michigan y el tour de arquitectura en la avenida Michigan -sí, como verán no se rompen mucho la cabeza para bautizar lugares aquí-, y si las fuerzas y el tiempo te alcanzan, el Art Institute es una verdadera chulada).

El siguiente paso es hacer un buen plan. El Gran Park, donde se desarrolla el Lollapalooza, es un parque de 129 hectáreas donde se instalan 7 escenarios y varios espacios para eventos infantiles, venta de comida, sanitarios y zonas verdes. Hay 43 conciertos cada día -casi cinco simultáneamente- y los extremos del parque distan más de un kilómetro, así que o haces bien tu itinerario para ver los grupos que quieres o te pierdes la mitad de ellos. De gran ayuda fue hacerse con un programa de mano e instalarnos la aplicación del festival en el celular.

Mapa

Muy importante: hay que tener en cuenta que en verano en Chicago el sol pega de lo lindo y la lluvia suele hacer acto de presencia así que otro gran consejo es elegir bien tu ropa: prendas cómodas, frescas, bloqueador solar de alta graduación, zapato cómodo (y al que no sientas mucho cariño pues lo más probable es que no regrese en el equipaje).

Pero lo más destacable es el buen ambiente que reina: una especie de aldea de la buena onda donde todos sonríen y se divierten. Puedes bailar, puedes tumbarte en el pasto, puedes sentarte a comer, puedes pasear por los puestos… el lugar se presta para el disfrute. Y es que hay que aceptar que los estadounidenses para organizar eventos masivos se pintan solos. Entran cada día cerca de 150 mil personas y no hay un solo disturbio. La entrada se hace lenta porque revisan mochilas, pero dentro no se siente la presencia policial y todo es ordenado, funciona y está limpio, hay gente de todas las edades (muy preparado también para gente con discapacidad), y hay bebida y comida suficiente para las 10 horas que está abierto el festival. Logística impecable.

Para mí fue toda una experiencia acústica, pues no conocía a muchos de los grupos que se presentaban; una de mis mayores ilusiones era precisamente dejarme sorprender por lo desconocido y llevarme nuevos ritmos en la maleta de regreso a casa (mi vecino se encargó de hacerme una atinada selección de sugerencias que seguí casi al pie de la letra). Esa es la magia de estos festivales: ir con una idea y regresar pleno de muchas otras. Ni qué decir de la calidad del sonido en todos los espacios. Una gozadera. Si tuviera que destacar momentos, confieso que me divertí como enana con New Order, The Cure y The Lumineers, que bailé como loca con Vampire Weekend, The Local Natives y Phoenix, que volé con Lianne La Havas, Jake Bugg y que la presentación de Nine Inch Nails con los rascacielos detrás y la noche estrellada fue de esos recuerdos mágicos que atesoraré. La lista es larga.

Nash

reckless

Otro aliciente son los conciertos paralelos que se desarrollan en los bares de la ciudad y que aprovechan la coyuntura y la presencia de miles de fanáticos de la música para actuar en salas pequeñas. Un auténtico agasajo. Por ejemplo, nos topamos a Kate Nash presentándose gratuitamente en el Double door, en el barrio de Wicker Park (donde por cierto, es parada obligatoria la tienda de discos Reckless). Me recomendaron mucho el Green Mill pero la verdad no tuve tiempo para ir. A cambio dos joyitas: una de la mano de Fred y Teté, dos de los colombianos que radican en la ciudad del viento, el Andy’s, un salón donde todos los lunes a las 17 horas se presenta una orquesta de jazz; ese lunes la Chicago Jazz Orchestra nos dejó boquiabiertos. Un viaje en el tiempo. La segunda, la nocturna Kingston Mines, donde dos salones contiguos alternan escenarios y bandas para disfrutar de un blues de otra época. Voces desgarradoras, sonidos que te llenan el alma y músicos de cabo a rabo. Lo disfruté tanto como el Lollapalooza en sí. Y fueron la guinda del pastel de una experiencia festivalera maravillosa.

Andy
King

¿Volver? Me fui con buen sabor de boca… y eso siempre invita a regresar.




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