Se acercó medio dormida al calentador con el cerillo prendido entre índice y pulgar. Abrió la puertecilla oxidada y metió la mano al tórax metálico, aguzando un ojo desde atrás para atinar al piloto con la flamita, y presionando la válvula con la otra mano.
Esperó asomada por la puertecilla mientras escuchaba el suave silbido del gas, pero no prendía. Hasta que vio la pequeña gota de fuego flotando sola en el interior oscuro. Se quedó mirando aquella gotita en medio del hueco negro, bailando, titilando, como un fantasmita en un teatro minúsculo, un hadita de fuego casi risueña.
Entonces algo tronó casi imperceptiblemente, como si una cuerda de cobre se hubiera roto detrás del telón, y de pronto salió un flamazo que le abrasó la cara. Sólo un flamazo como látigo y se apagó todo.
El ardor era helado en aquel momento, helado en todo el rostro hasta ensordecerla. Una sensación indescriptible entre la nada y el todo, entre la alarma y la calma, como si fuera sólo ella, el alma, allá abajo en esa cocina.
Había alcanzado a cerrar los ojos, y cuando los abrió se alegró porque veía.
Antes era ella, y también ahora. Por dentro no sentía nada diferente. La cocina seguía ahí. Sólo percibió el olor a pelo quemado. Abrió el refrigerador, y sintió el frío que emanaba sobre su rostro, imaginándolo liso y joven como era. Seguiría siendo la misma que antes mientras el estupor se alargara. Por eso no quiso mirarse en el espejo.
Tomó un huevo, lo partió sobre una taza y comenzó a batirlo.
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