Este 15 de Julio de 2013 se cumplen diez años de la muerte de Roberto Bolaño.
Tres exilios.
Primero. El nomadismo ya era cosa familiar, error o gracia genética, herencia diluida en la sangre. El Bolaño-Hombre supo, desde temprana edad, que su país no tenía nombre, que eran todos y ninguno, que las naciones de las que uno se apropia son meros dibujos sobre hojas en blanco que luego pueden –y deben- abandonarse al viento.
Desde el Santiago de Chile, en que nació en 1963 y hasta la aséptica habitación del hospital barcelonés en el que falleció a los 50 años, Bolaño amó cada uno de los suelos que pisó, los amó tanto como para después renegarlos, maldecirlos o vituperarlos, quizá, pero nunca olvidarlos. Allí han quedado, impresas con tinta negra, la infancia chilena en Valparaíso, Viña del Mar, Cauquenes y Los Angeles, la adolescencia mexicana en el Distrito Federal, y la alfombra de mapamundi europeo sobre la que recostó su juventud. Allí quedan Blanes, el pueblo perdido en la Costa Brava que le obligó a soñar en catalán y apostar por el sedentarismo y dar por sentado que la única patria eran sus hijos. Sus hijos y algo más: “La patria de un escritor es su lengua… aunque también es verdad que la patria de un escritor no es sólo su lengua sino la gente que quiere. Y a veces la patria de un escritor no es la gente que quiere sino su memoria. Y otras veces la patria de un escritor es su lealtad y su valor… En realidad muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura”. [1]
Roberto Bolaño // Archivo Revista Paula
Sin embargo, y pese a su natural e incansable inquietud, a la rebeldía atada a sus pies como piedra afianzada a las extremidades de un suicida, y por encima de sus recorridos infinitos, primero físicos y luego mentales, en el fondo Bolaño mostraba una posición ambigua en relación al exilio, sobre todo del que viene acompañado de la palabra literatura: “Existe el inmigrante, el nómada, el viajero, el sonámbulo, pero no el exiliado, puesto que todos los escritores, por el sólo hecho de asomarse a la literatura lo son, y todos los lectores, ante el solo hecho de abrir un libro, también lo son”. [2]
Ahora, a diez años de su muerte, bien puede decirse que, exiliado o no, el Bolaño-Hombre, quien en su última entrevista[3] se definió, sin más, como latinoamericano, nunca detuvo un tour que iba mucho más allá de las fronteras geográficas y que estaba por encima de que los chilenos le dijeran que hablaba como español, los mexicanos como chileno y los españoles como argentino. En realidad en este caso su exilio, que es más bien un autoexilio, un auto destierro ordenado y perpetrado por ese dictador inmisericordioso en el que se convierte uno mismo, esa travesía incansable que terminó por trazarse en la radiografía de un hígado agotado, principió y tuvo uno de sus finales en su obra, en los textos que escribió, y también en los que leyó hasta quedar exhausto, como si fueran islas halladas en medio del naufragio, en los incontables viajes que realizó hacia fuera, sorteando los pueblos perdidos de El Salvador o pisando las duelas enmohecidas de alguna librería de viejo de las calles barcelonesas, y que en realidad eran hacia dentro, que tenían que entrar para volver a salir. Al final, lo sabemos, ya no hay rastro del Bolaño-Hombre. En su lugar, han quedado libros, libros que son como espejos, reflejos suyos que no paran de moverse. Que no pararán.
Segundo. Si, de entre todos los adjetivos existentes, se tuviera que elegir uno para describir a Los Detectives Salvajes, yo escogería el de tristeza. Es un libro de una tristeza tan triste que a ratos nos obliga a reflexionar si de verdad vale la pena tomarse la vida tan en serio. 2666, por su parte, es el horror, mientras que Estrella Distante es la maldad, o una copia fotostática de la maldad que uno se encuentra en un cajón olvidado. Dada a la naturaleza con que se escurren estos términos sobre su obra, da la impresión de que el Bolaño-Escritor nunca supo que cada vez que se entregaba a sus dos manos –porque, curiosamente, era diestro al momento de escribir-, iba convirtiéndose en uno de los principales portavoces de una literatura, por demás innovadora y técnicamente impecable, que sacude, que lastima, que remueve los intestinos.
Bolaño en Barcelona // ARN Digital, Madrid
Es cierto que uno puede reírse, ensoñar o caer en un ataque de nervios al sumergirse en el universo bolañiano, pero al final siempre queda la ligera incomodidad, el tenue desaliento, la melancolía ligera que, en un descuido, puede abrir su abanico hasta que en el alma se distinguen una especie de punzadas, palpitaciones arrítmicas y dolorosas. Por ello, el exilio del Bolaño-Escritor no es otro más que el que hereda a sus lectores. Al comprar ese billete no existe una ruta de regreso: Se nos obliga a fornicar junto con García Madero, a leer los libros en la ducha al lado de Ulises Lima, a seguirle la pista a Archimboldi, a llorar sin lágrimas con Arturo Belano. Se nos impulsa a ser detectives salvajes y estrellas distantes y amuletos y putas asesinas. Se nos impele a escapar, a huir, a arrastrarnos con la esperanza de nunca hallar nuestra propia cola y, al final de cada libro suyo, no sabremos si esa tremenda tristeza tan triste que nos embarga, se debe al brutal mundo en que nos ha forzado a viajar, o a que no tenemos ni idea de con qué llenaremos el vacío que, en su papel de guía, Bolaño-Escritor nos deja en calidad de cobro por la travesía. Pero eso no importa. Después de todo, tiene razón aquel que dijo que la mejor literatura, la más hermosa, la más bella y, finalmente, la más difícil de conseguir, es la que nos destruye para redimirnos.
Tercero. Dicen que era el tercero en espera para un transplante de hígado. Y también que fumaba como si cada cigarro le diese un minuto más de vida. Dejó una obra inacabada (2666), una esposa, dos hijos, y miles de huérfanos. Abandonó para siempre a sus amigos, a sus libros y a sus discos, que también eran sus amigos, y unas gafas cuya graduación impidió que se convirtiesen en herencia útil. En una lista de pasajeros, figuraban su nombre y una fecha: 15 de julio de 2003. Lo dudó un segundo, pero nunca supo decirle no a un viaje. Se despidió… y se fue.
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